Por: Arturo Cervantes
WhatsApp, el pasado miércoles 3 de mayo, se cayó. Una tragedia. La muerte -momentánea, es cierto- de esa ‘app’ de mensajería ocurrió mientras, en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en un conversatorio entre tres, se postulaba la superioridad de la lectura de papel sobre la de pantalla.
Dos escritores cuyos méritos narrativos sobran: el peruano Mario Vargas Llosa, el chileno Jorge Edwards y Alejandro Roemmers, un empresario-escritor argentino. El desplome de WhatsApp no es un detalle menor. De hecho, durante el conversatorio, se mencionó el hecho para ilustrar la revolución de la comunicación y cómo ésta, pese a lograr que, dijo Vargas Llosa, “el mundo esté mejor”, también ha afectado la calidad de la literatura actual. La literatura de pantalla en contraposición a la de papel: ese fue el escenario de guerra que se planteó.
Intervención de Vargas LLosa en la Feria del Libro de Buenos Aires:
“Yo creo que la literatura que se escribe para las pantallas es una literatura distinta que aquella que se escribe para el papel. Y no creo que sea un prejuicio de un lector de libros de papel. Creo que no es casual que los libros exijan una participación intelectual del lector. Y que esa participación sea a veces un enorme esfuerzo intelectual para poder acceder realmente a la riqueza de un libro: leer a (James) Joyce, leer a (William) Faulkner, leer a los grandes autores de nuestros tiempos exige un enorme esfuerzo intelectual que la literatura de las pantallas no exige nunca.»
«La pantalla tiende a un tipo de comunicación que llegue al gran público y, por lo tanto, tiende a que el esfuerzo intelectual que se invierta en ellos sea menor. Mientras menor sea el esfuerzo intelectual, mayor público está garantizado. Mientras la exigencia intelectual sea mayor, el público se empequeñece, se reduce… y hasta llega a desaparecer. La pantalla tiende a exigir de quien escribe para ella esa facilidad que reduce extraordinariamente el esfuerzo intelectual. Esto no empobrece el poder de comunicación absolutamente extraordinario que tiene la pantalla. Pero si la cultura deja de ser esfuerzo intelectual, deja de cumplir uno de los papeles esenciales que tiene en las vidas de las naciones: el espíritu crítico puede empobrecerse, desaparecer”.
Intervención de Jorge Edwards:
Jorge Edwards, Premio Miguel de Cervantes 1999 (máximo galardón para la literatura en castellano), trató esa oposición entre la literatura impresa y la virtualidad. Y lo hizo con una anécdota: algo le pasó dentro del avión que lo trajo desde España hasta Argentina.
“Yo soy un lector de libros de papel. Les va a aterrar, viajé 14 horas en un avión desde Madrid junto a un joven que tenía toda clase de aparatos: un ordenador, su teléfono, la pantalla que está dentro del asiento del avión, que yo no sé manejar porque soy un torpe electrónico. Y yo (a su lado) leía una nueva bibliografía, de 1200 páginas, de Marcel Proust. Yo estaba en 1888, en discusiones con un profesor de filosofía. Y yo la pasé, estoy seguro, mucho mejor que mi vecino en sus máquinas y aprendí algunas cosas que hay que reivindicarlas, por simples que parezcan. No digo que está mal llevar una tableta. Yo no la llevo porque no sé cómo usarla, si encontrara un buen asesor estudiaría la forma. Pero no abandono la pasión por la palabra escrita, por la palabra impresa, por el libro, por las bibliotecas, por las maravillosas yenigmáticas bibliotecas”.
Vargas Llosa recordó una polémica que tuvo, hace más de un año, con el filósofo francés Gilles Lipovetsky, precisamente por un tema afín al abarcado en el conversatorio de Buenos Aires:
“Lipovetsky es un hombre muy culto, pero él sostiene que la cultura de la imagen, por fin, es una cultura democrática, que por fin, a lo largo de la historia, tenemos una cultura de la que todos podemos participar porque es asequible a todo el mundo sin una formación previa, sin tener un entrenamiento necesario como el de las viejas pinturas de artistas, en las que es imposible leer a Kant si no has recibido una formación filosófica que te permita acceder a la complejidad extraordinaria de su razonamiento.
Él (Lipovetsky) dice: por fin hoy tenemos una cultura genuinamente democrática que llega a todo el mundo. No importa la limitada, la escasa preparación que tengan algunos, para eso se prende una pantalla, se aprieta un botón y esos instrumentos se encargan de suplir todas las deficiencias que uno tiene: las reemplaza, y a uno le hace participar de esa cultura que, por primera vez, es una cultura universal. Digamos, es una cultura que, en muchos casos, es rudimentaria, sí, pero, ¿para qué preocuparse si eso se resuelve apretando botones?
A mí me produce un gran espanto esa tesis porque no la propaga cualquiera: la propaga un hombre (Lipovetsky) que tiene una cultura libresca muy rica y que, sin embargo, está convencido de que esa cultura libresca pertenece al pasado, que es profundamente injusta porque es elitista, que pone fuera del alcance de esa cultura a una parte muy importante de la sociedad y que la cultura de nuestro tiempo -que es esa cultura de la pantalla y de las máquinas- aunque a unos les parezca brutal y rudimentaria, es por fin la verdadera cultura democrática, una que no tiene ‘élite’, que no tiene a esa especie privilegiada que es la de los que saben, la que tiene acceso a esos conocimientos que están fuera del alcance de la multitud.»
Deformación de la democracia según Vargas LLosa:
«Yo creo que en esta concepción de la cultura hay una profunda deformación de lo que es la democracia, en primer lugar; y, en segundo lugar, de lo que es la cultura. Si la cultura es puro entretenimiento, eso sería fácil, entendiendo al entretenimiento como lo que me repliega al mayor número (de personas). Pero la cultura no solo es entretenimiento. Es un entretenimiento extraordinario y superior, sin ninguna duda. Un gran poema, una gran novela es un entretenimiento extraordinario. Pero también es un tipo de conocimiento que cumple una función muy especial: desarrollar un espíritu crítico.
Y, por otra parte, la literatura cumple la función de mantener, en un mundo de cada vez más especialistas, un denominador común. La literatura nos hace recordar que formamos parte de una comunidad a pesar de las enormes diferencias que hay entre nosotros. Y una comunidad en la que no solo participan los que están vivos, sino también los que están muertos, los del pasado. Todo eso nos recuerda que formamos parte de una comunidad que encima de todas las enormes diferencias de profesión, de disciplina, de vocación, de creencias, de lenguas, hay algo en nosotros que prevalece de todas maneras sobre esa diversidad, que hay una humanidad que trasciende esas enormes diferencias.
La literatura debería estar al alcance de todo el mundo, está, de hecho, al alcance de todo el mundo. Como lo están las artes. Y eso no ocurre con las ciencias ni con las técnicas, precisamente por lo avanzadas que están, porque, inevitablemente, crean unas especialidades que son cada vez más exigentes y más aisladas entre sí, crean un mundo enormemente incomunicado. Esa necesidad de comunicación la llenan las humanidades y, por eso, sobre todo los programas de estudios de las humanidades, no deberían ser sacrificados como lo están siendo en la mayoría de países”.
Edwards apoyó la tesis de Vargas Llosa, su amigo entrañable, y se opuso a la de Lipovetsky
“La teoría de Lipovetsky ignora algo esencial: el descubrimiento que significa la reflexión, la lectura. La reflexión, la lectura, la poesía nos llevan a terrenos imprevistos, no calculados… ¡y esos son los más importantes de todos! Esta cultura que consiste en aplastar un botón no existe en la esencia del pensamiento humano. El pensamiento humano arrasa y descubre territorios. Sin eso no hay reflexión, no hay poesía y no hay literatura. Porque la poesía misma es descubrimiento”.
Vargas Llosa dijo que existe un proceso intelectual que la lectura de papel obliga a generar: la operación de transformar palabras en imágenes y en ese esfuerzo de conversión radica la superioridad de la literatura de papel frente a la que reposa (nunca mejor dicho) en territorio digital:
“La superioridad consiste en que, frente a la pantalla, tenemos una actitud pasiva. Frente a la pantalla, la imagen la recibimos, ella nos baña, y el esfuerzo que nos exige prácticamente es mínimo, porque está ahí. Lo que la imagen representa, lo que la imagen dice, viene con la imagen. No hay esa operación, que es una operación intelectual, que en la lectura de un libro nos lleva a esforzarnos para transformar las palabras en imágenes, y las imágenes en un tipo de conocimiento en el que nuestro esfuerzo intelectual es absolutamente indispensable para poder aprovechar, en todas sus dimensiones, la información que el texto nos comunica. Y también para disfrutar de su belleza”.
Roemmers y el abandono de la escritura a mano:
Roemmers mostró su preocupación por el hecho de que, en algunas escuelas, se esté dejando a un lado la enseñanza de la escritura a mano. Dibujando un paisaje apocalíptico, vaticinó que el día en que una tormenta solar nos deje sin energía, quedará una humanidad que no podrá escribir en un papel.
En un momento determinado, Edwards, melancólico, recordó la relación que años atrás existía entre política y literatura: dos instancias inseparables, hoy disueltas.
“Los presidentes que yo conocía eran lectores. Arturo Alessandri (presidente de Chile en los períodos 1920-1925 y 1932-1938) era miembro de la Academia de Letras de forma absolutamente justificada, legítimamente ganada. Es autor de la historia de Chile. La lectura era normal, natural, y los políticos chilenos invitaban a su mesa a personas como Pablo Neruda, por ejemplo, que era comunista. Me invitaban a mí, que era un poco vagabundo. Invitaban a Pedro Bravo, a Francisco Proaño, invitaban a los filósofos y a la gente de pensamiento. Había una evidente conexión entre la vida política y la vida de la cultura. Y esa conexión ahora es muy dudosa”.
Dicho eso, Edwards ejecutó un jalón de orejas a la raza política contemporánea, a aquellos servidores públicos que creen que pueden realizar políticas públicas prescindiendo de la literatura:
“Yo creo que hay una percepción política, hoy en día, muy equivocada. Todos aspiran a desarrollar a sus países. Bueno, para desarrollar un país hay que tener ciencia, tecnología, pero también hay que tener pensamiento. Hay que pensar bien. Y eso solo se da en el pensamiento filosófico, en el pensamiento poético, en el pensamiento literario”.
Para fortalecer su tesis sobre la importancia de la literatura en las sociedades, Edwards recordó algo que leyó en ‘El siglo de Luis XIV’, el libro del filósofo francés Voltaire:
“En ese libro, Voltaire explica lo siguiente: los cortesanos de la época de Luis XIV criticaban mucho al rey porque él estaba con el teatro, con el ballet, con la música, con la academia francesa que estaba en formación, etc. Los cortesanos decían: ‘En este país faltan hospitales, faltan zapatos y hay que comenzar por lo necesario y dejar lo superfluo para más tarde’. Voltaire protesta: ‘Donde no existe lo superfluo -que es la cultura, el arte- tampoco existe lo necesario’. No existe sociedad en que se tenga todo lo necesario y no se tenga a la cultura. Así que las dos cosas marchan juntas o no marchan. Si ustedes observan los países más desarrollados, son territorios en los que la cultura se ha desarrollado paralelamente a la economía”.
Fue una noche para exaltar el libro, para trazar una elegía de él. Escucharlo a Vargas Llosa hablar de literatura es escuchar a alguien agradecido con la vida, acaso porque literatura y vida son, para él, lo mismo:
“Los libros son, ante todo, y si no lo son, nada más se puede decir de ellos, un gran placer. Yo recuerdo mucho lo que significó para mí aprender a leer. Yo tenía cinco años y siempre digo que fue la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Recuerdo muchísimo cómo mi vida se transformó extraordinariamente gracias a esa operación mágica que me permitía convertir las palabras de un libro en imágenes. Imágenes que enriquecían mi experiencia de vida de una manera absolutamente prodigiosa.
Me hacían viajar por el espacio, por el tiempo. Me hacían vivir experiencias que jamás hubiese podido obtener en la vida real. Y de esa manera, mi vida se enriqueció, se multiplicó, llegó a experimentar una diversidad tal que jamás me hubiera ocurrido sin la ayuda de los libros.
Esa experiencia primera, que es una experiencia que la buena literatura nos hace vivir, desarrolla en nosotros un espíritu crítico. Y probablemente ninguna otra actividad desarrolla en nosotros esa sensación de que el mundo está mal hecho, de que el mundo, tal como es, no es un mundo suficiente para aplacar todas nuestras exigencias, nuestros apetitos, nuestros deseos. Y que, por lo tanto, el mundo debe de cambiar, tratando de acercarse, cada vez más, a esa perfección que solo encontramos en los grandes libros”. (I)
Fuente: (LR)